Arrastrando pesadamente no solo sus cansados pies, sino también años de soledad, el anciano cruza la peligrosa intersección empujando la vieja carretilla, cargada de jolongos. ¿Hacia dónde va? Tal vez ni él mismo lo sepa. Cualquier recodo de la ciudad le sirve. Finalmente, todos son suyos, porque en ninguno tiene techo familiar seguro.
Ni la foto que con tristeza le tomo ni la evocación que le hago son imaginarias, ficticias. Es uno de los tantos abuelos que, sean cuales sean las razones, deambulan por nuestras calles o se sientan en un parque a ocupar, en solitario, el tiempo que familia y sociedad no les cubren.
Algunos, como Ariel Pérez Licor, han tenido mejor suerte. Lo veo caminar encorvado, con ayuda de su bastoncito, un bolso con ropa y el mango que tal vez alguien le ha regalado, y detengo el carro con la idea de darle un aventón.
«No, mijo, no; muchas gracias. Vengo hasta aquí. Estoy en este asilo… Viví muchos años en La Sierpe. Administré una librería y también fui escritor. Un día tuve un accidente y quedé así, con estas limitaciones para caminar. No quise ser un estorbo para nadie y vine para acá. A pesar de lo dura que está la situación, aquí me alimentan y me atienden bien. No me puedo quejar. Todo lo contrario; así mi familia puede atender mejor a mi padre, que está mucho más necesitado que yo, encamado».
Ejemplos, parecidos, ninguno igual, con dicha o sin ella, hay tantos en toda Cuba como personas con seis, siete, ocho y más décadas de vida.
Y seguirá creciendo el número. La tendencia al decrecimiento y envejecimiento de la población no es cosa de mañana. Está colada ya en el seno de una sociedad que entrecruza menos nacimientos, elevada esperanza de vida en hombres y mujeres, éxodo de habitantes hacia el exterior –sobre todo jóvenes–; lo que remarca la presencia de personas en la llamada tercera edad.
Del mismo modo que la atención, ternura, educación, el desarrollo integral de un niño dependerán, en gran medida, de la pasión que prevalezca en el seno de la familia en la que nace, así puede tornarse la vejez para quienes han tenido el privilegio de llegar a ella.
Sin ánimo de atiborrar, iré a algunos casos.
Mientras la avileña Zenaida Batista superó hace tiempo la varilla de los 90, y sigue como tojosita entre las manos de su nieta Anisley Gómez (quien nunca la ha separado de sí), en la propia ciudad, una mujer llamada Nora Susana caminaba sin rumbo por las calles, desatendida por su familia y, finalmente, fue atropellada por un ciudadano, a exceso de velocidad, en una motorina, fuga incluida. Desenlace fatal. La Medicina, con su arsenal material y profesional, no pudo impedir la muerte.
Prosigo: si en el corazón de Las Tunas hay una escultura erigida a un noble anciano, a quien todos llamaban Comandante (solía recorrer el pueblo vestido de miliciano, saludar, ser correspondido), es porque la familia, instituciones estatales y sociedad le dieron su justo lugar.
En Sancti Spíritus, al octogenario Humberto Bernal no le falta el cariño de su hija y demás familiares, pero con lo dura que está la vida –y en lugar de entregarse al sosiego que tanto merece–, sigue limpiando jardines y patios para mejorar un poquito sus ingresos. ¿Cuántos recogen laticas de aluminio, hacen labor de mensajeros, función de custodios o… le piden un dinerito al transeúnte para comprar «un pan con cualquier cosa»?
No es el caso del avileño Rigo Triana, camino a sus 90 calendarios, solito en vida tras la muerte de su adorada esposa, primero, y de su idolatrado hijo, dos años después. Así ha «luchado» el sustento diario arreglando bicicletas (siempre «a precios de perro flaco»), en medio de mil y más quehaceres hogareños, hasta que Pipo, pariente, y su esposa Marbelis, se trasladaron a vivir con él.
«Esto me debió suceder mucho antes» –me dice, con la felicidad estallándole en un semblante que hoy muestra menos arrugas que dos meses atrás.
Héctor Paz Alomar, otro longevo, encamado ya por su edad y estado de salud, tiene todo el tiempo a su lado dos hijos varones. ¡Qué manera de atenderlo, de mimarlo, de mover cielo y tierra para que nada le falte!
¿Sucede así en todas las familias? No. Lamentablemente en algunas (tal vez muchas) no encarnó esa virtud, esencia de una sociedad como la nuestra.
El cariño, la preocupación, la ocupación y otros valores con envoltura real, tangible, no siempre hallan forma concreta de expresión solo porque un artículo como el 88 de la Constitución de la República establezca que «el Estado, la sociedad y las familias, en lo que a cada uno corresponde, tienen la obligación de proteger, asistir y facilitar las condiciones para satisfacer las necesidades y elevar la calidad de vida de las personas adultas mayores. De igual forma, respetar su autodeterminación, garantizar el ejercicio pleno de sus derechos y promover su integración y participación social».
Lo mismo sucede con el Código de las Familias, ese que constituye uno de los más grandes regalos para los niños de hoy y de mañana: los mismos que un día serán abuelos, bisabuelos y más.
Nadie suponga que todo quedará hecho –si no se obra, actúa, exige y controla «al derecho»– infiriendo que será suficiente la encomienda estatal, familiar, institucional de ese Código…, sin privar de su responsabilidad primordial «a hijas e hijos y demás familiares (que) tienen el deber de contribuir a la satisfacción de las necesidades afectivas y de cuidado, y al sostenimiento de las personas adultas mayores, aunque no residan juntas, así como a preservar sus bienes». (artículo 430).
RETOS PARA MEDITAR… Y ACTUAR
Posiblemente desde enero de 1959 las personas de la tercera edad nunca hayan tenido que enfrentar retos tan grandes.
Tampoco creo que el mayor de todos esté asociado a esta indeseable situación energética, que con frecuencia me lleva a preguntarme cuántos ancianos impedidos de caminar, enfermos, encamados… sufrirán las molestias del calor y el embate de los mosquitos, durante noches enteras, sin una vela que encender ni un ventilador que funcione, por falta de electricidad.
No. El principal reto –aunque formado por muchos pedacitos– es el de la propia supervivencia, ante necesidades básicas de alimentación que, en general, están muy lejos del grado de satisfacción deseado, tal como ha venido ocurriendo durante años, en un contexto agravado por las tenazas de un bloqueo imperial que nunca ha renunciado al dantesco sueño de asfixiarnos, a todos.
Recurrente el tema, a menudo acude a mi memoria la pregunta que un día me hizo el ya desaparecido jubilado tunero Freddy Pérez Pérez: «¿En qué se nos va la chequerita a quienes a lo largo de toda la vida trabajamos duro, muy duro?»
Creo saberlo: Se les va en medicamentos, que muchas veces deben adquirir «por la izquierda», a precios neofascitas por parte de quienes lasquean tajadas a partir de escaseces y necesidades.
Se les va en el bicitaxi o en el coche de tracción animal que, sin compasión, los apuñala por llevarlos al policlínico a chequearse la presión; se les va en la compra, no de la viandita o del producto que desean, sino del que pueden pagar dentro de los que por su estado de salud pueden consumir.
Y ya, no hay mucho más para gastar. Menos sí. Un litro de aceite ha llegado a costar más que el monto mensual de una chequera. ¿En cuánto está el precio superficialmente subterráneo de algo tan imprescindible siempre, como lo es la balita del gas? Mejor ni decirlo. Un jubilado moriría ahorrando la chequera, sin gastar en nada más, para pagarle ese servicio a un oportunista.
Verdaderas penurias viven cientos de adultos mayores –bien mayores muchos de ellos– madrugando o vigilando la llegada de medicamentos que no por constar autorizadamente en un tarjetón tienen garantía de ser adquiridos.
¿Está, sin embargo, todo perdido? No. Hay –y tienen que haber– pechos que vengan a ofrecer su corazón; porque la dureza de los tiempos no nos ha arrancado ni la ternura ni la sensibilidad.